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El último día de mi vida

Bueno, en el momento de ponerme a escribir este artículo espero estar haciendo una metáfora. Es decir, espero acostarme y ver un nuevo día mañana. ¡Pero nunca se sabe! En cualquier caso imaginemos que yo, o cualquiera de nosotros, decidiese leer o echar un vistazo a este artículo cada día, ni que fuese a modo de recordatorio. ¡Seguro que algún día acertaríamos, acertaremos, y no habrá para nosotros un nuevo sol! (en este mundo).

En chamanismo hablan de tener la Muerte por consejera, y consiste en ir por la vida con la conciencia de que la Muerte está ahí, presta a dar cuenta de nosotros en cualquier momento. La idea es que ello sirva para manejarse constantemente con la mayor impecabilidad posible. En una pequeña variación de este tema, propongo que nos tomemos este día como si fuese el
último. No porque sea fin de año, sino por una cuestión meramente práctica en relación con lo que es aprovechar nuestro tiempo en este mundo como almas. ¡Cuánto podemos aprender sobre nosotros mismos al vivir la actitud que adoptaríamos frente a nuestro último día! ¿Qué podemos encontrar en nosotros? ¿Arrepentimientos? ¿Agradecimientos? ¿El lamento por no haber hecho algo importante? ¿La necesidad imperiosa de decir a algunas personas cuánto las queremos? ¿Sentimos paz? ¿Acaso ansiedad o miedo?

Es mucho más fácil y contundente realizar esta práctica bajo el shock de la proximidad de la muerte, sea porque ha muerto de pronto alguien querido y cercano, sea porque nuestro propio estado de salud sea tal que nos invite a esta reflexión. Y es que nuestra relación con la muerte es visceral, no intelectual. De todos modos, dada su inevitabilidad y omnipresencia es
posible evocar su consejo siempre que nos sintamos inspirados para ello. El hecho de plantear que este es el último día de mi vida de un modo espero que metafórico tiene dos ventajas importantes: en primer lugar, gano tiempo; es decir, puedo llegar a unas conclusiones que hagan que después de mi muerte de este día (esto es, después de haber dormido la próxima noche) me levante al día siguiente con una actitud diferente en relación con varias personas y varias cosas sin necesidad de haber muerto realmente y después haberme vuelto a reencarnar y haber vuelto a experimentar de nuevo toda una infancia hasta llegar otra vez a la edad adulta. A la eternidad no le importa, pero yo tal vez preferiré amortizar de una manera que considere inteligente la energía y la oportunidad de las que dispongo hoy. En segundo lugar, el último día metafórico me permite centrarme en mis sensaciones, que son de hecho lo más fundamental, y no tener que dedicar este último día a cuestiones más prácticas (despedidas, gestionar cierto papeleo, etc.).

Una vez expuesto todo esto, contaré lo que ocurre en mi caso al enfocar de esta manera este día; no para que sirva de modelo o ejemplo para nadie, sino para compartir y estimular la reflexión (empezando por la mía propia). Si acudo a mis sensaciones, en mi caso ocurre lo siguiente: de pronto me doy cuenta de lo absurdo que es centrarse en conseguir o hacer ciertas cosas en la vida. No se trata de arrepentirse de haber hecho o dejado de hacer cosas, pero sí que merece reconsiderarse la importancia que le damos a todo este actuar. La muerte lo barrerá absolutamente todo, y lo primero cualquier tipo de logro personal. Y si he estado ocupado intentando dejar algún tipo de herencia, algo que pueda ser útil para los demás, incluso esto adquiere un valor relativo, porque la muerte segará también todas esas vidas, y a una escala más grande acabará incluso con todo este mundo. Con todo esto repito que no tengo una sensación de arrepentimiento en relación con mis haceres, pero sí la sensación de que debería haberlos relativizado más y de que debería haber dado más importancia a lo interno.

Algo que hacemos mucho los seres humanos es trabajar. Si no gozamos con nuestro trabajo es un desastre, pero si lo gozamos nos deja muy absorbidos y apenas recordamos la vida. Esta inercia de no recordar la vida continúa más allá del trabajo y puede inundar completamente nuestros días. Pues bien, me doy cuenta de que todo el tiempo en que no me he acordado de la vida ha sido tiempo perdido. En cambio, todos los instantes en los que he conectado con la
vida han sido instantes ganados. Es decir, imaginemos que he hecho una larga jornada laboral y que de pronto salgo a la calle, ha llovido y llegan hasta mí, transportados por el viento, los aromas de un parque cercano. En ese momento me detengo, cierro los ojos, inspiro y entro en contacto con la vida. Ese solo momento, esos solos segundos, son los que verdaderamente han contado para mí durante todo ese día, porque son aquellos en los que respiré, fui, sentí comunión. Los demás momentos fueron tan solo instantes prácticos que me han permitido ganarme la vida… ¿para qué?, para estar vivo para algo, ¿para qué? ¡Para gozar la vida!, y el goce de la vida es el goce de las conexiones.

Gozamos de la vida cuando entramos en contacto con algo: la naturaleza, otras personas, nosotros mismos. Todos los otros momentos son momentos puente. Todo momento que sea eminentemente “práctico” e incluso “no práctico” que por dentro no nos conmueva tiene la característica de momento puente. Es decir, son momentos que internamente no significan nada para nosotros, y por tanto son momentos en última instancia insignificantes y así pues desaprovechados. Por supuesto, tendemos a vivir cruzando inmensos puentes solo para llegar a esa pequeña parcela de tierra con un arbolito que nos inspira, tan solo para cruzar inmediatamente otro larguísimo puente para llegar a otra parcelita de tierra en la que hay una persona a la que miramos a los ojos, para inmediatamente recorrer otro puente que parece inacabable para sorber por un instante la brisa del mar… Otro larguísimo puente nos lleva a ayudar a alguien y sentirnos bien por ello… Etcétera.

En el último día de mi vida me doy cuenta de que tantos momentos insignificantes (los “prácticos” y los desaprovechados de otros modos) me han alejado de la vida más de lo que habría deseado y hoy, como es mi último día, me dedico particularmente a valorar y agradecer todos los momentos que no fueron insignificantes. Y me doy cuenta de que aunque hayan sido pocos, los momentos significativos han dado sentido a mi vida; de hecho, un solo momento significativo que vivamos a fondo puede dar sentido a toda una vida, porque su significado y su repercusión es intemporal.
Así pues, no me centro en mis arrepentimientos ni en lo que hice o dejé de hacer, sino que me centro en maravillarme por toda esa vida que compartió o pudo haber compartido su instante mágico conmigo, y agradezco su extraordinaria presencia. De un modo natural, paso a bendecir este mundo que me permitió llevar a cabo tantas conexiones. Bendigo a las personas por lo que son y significan, al Sol, a la Tierra, a los cuatro elementos y a esta manifestación tan absolutamente fantástica que es la naturaleza.

Me siento muy honrado de haber conocido y experimentado todo ello, y me pregunto qué forma o manifestación adoptarán todas esas personas y elementos cuando me encuentre con ellos en otro plano, si es que esto ocurre. De hecho, me pregunto por qué encarné, si la vida es siempre vida y debe de existir en otros planos en los que tal vez no está sujeta a degradación ni muerte. ¿No es todo más sencillo y menos doloroso así, sin degradación ni muerte? Bueno, me pregunto: ¿qué valor daríamos a la vida si estuviese permanentemente garantizada? ¿Si nada ni nadie pudiese ser jamás herido o perturbado?

Me doy cuenta de que esto, este estado de eterna imperturbabilidad, tiene sentido una vez que hemos aprendido a amar. Cuando lleguemos a amar tan bien que nada ni nadie nos moleste y podamos gozar por siempre de su inefable presencia, podremos regocijarnos en un paraíso sin fin. Mientras tanto, no estamos preparados para entender el paraíso, y para eso estamos aquí, en la escuela: esencialmente, para aprender a amar. La fragilidad y la característica de la encarnación física pueden dar lugar a mucho amor. De hecho, esta fragilidad es la base de la compasión, el sentimiento o actitud por excelencia que pretenden desarrollar los budistas y con el que esperan llegar a la más alta realización. Podemos llegar a amarlo todo, incluso a nuestros enemigos, cuando nos compadecemos de ello y de ellos por la proximidad de su muerte.

Cuando amamos en este plano, nos encontramos con que de cualquier modo es imposible llegar a la fusión plena con lo amado, debido a las formas y los cuerpos. Ello instala en nosotros una tensión creativa semejante a cuando estiramos la goma del tirachinas. De este modo, cuando cambiemos de plano saldremos disparados gracias a esa tensión, hacia una fusión que entonces, más allá de las formas, sí será posible. Esto lo afirmo sin base científica ni experiencial incluso. Es tan solo lo que me dicta el alma en este mi último día, como resumen y colofón antes de que se me cierren los ojos.

© Francesc Prims Terradas