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Las familias fugaces

Entro en un bar. Me siento a tomar algo. Hay por ahí otras personas. Hacen su vida; yo hago la mía.

Entro en un vagón del metro. Los asientos están llenos y permanezco de pie. Tal vez me molesta que seamos tantos. Pero bueno, lo soporto. Ellos hacen su vida, y yo hago la mía.

Voy andando y llego a un semáforo en rojo. Espero, junto con otros transeúntes, que cambie de color. La espera es un fastidio… No presto ninguna atención a los demás transeúntes; ellos tampoco me miran. Hacemos, cada uno, nuestras vidas.

En cada una de las anteriores situaciones, e infinitas otras en las que coincidimos por un tiempo con otras personas (la cola de la tienda, la playa, el autobús, el tren, el ascensor, la sala de cine…), consideramos que estamos haciendo nuestra vida, y los demás la suya, y nuestra máxima aspiración es que no nos molesten. Damos por buenos esos falsos encuentros (los llamo así porque en realidad no hay contacto humano) con tal de que nadie se acerque a timarnos, pedirnos dinero, robarnos, contarnos su vida o agredirnos de cualquier modo.

Es muy posible que durante esos falsos encuentros yo me halle pensando en personas conocidas, tal vez queridas; incluso tal vez les estoy mandando algún mensaje de texto. Atiendo a mi mundo mientras considero el andar por el ancho mundo, coincidiendo falsamente con otras personas, como algo secundario, apenas anecdótico, carente de interés.

Bien, sí, pero… ¿por qué? ¿Por qué limitar de esta manera la experiencia?

Puedo haber llegado a la conclusión de que soy un ser de luz, un lindo exponente de la divinidad. Si yo lo soy, todos los demás también lo son. Así pues no hay solo mesas en el bar, coches en la calle o asientos en el metro: hay dioses en potencia coincidiendo ahí conmigo.

El mensaje de «todos somos uno», «la humanidad es una gran familia» o «constituimos una familia global» quedan en nada, en papel mojado, en rasgadura de contrato cuando hacemos caso omiso, trivializamos o subestimamos el encuentro con cualquier otro ser humano.

Si somos una gran familia, mi propuesta es la siguiente: dentro de esta gran familia hay muchas familias, por supuesto; hay familias carnales, la familia de nuestras amistades, la familia de quienes coinciden con nuestros intereses, etcétera. Pero hay también otro tipo de familias: las constituidas por aquellos con quienes nos encontramos, sea donde sea, cuando sea y durante el tiempo que sea (puede ir desde un segundo hasta unas cuantas horas).

¿Por qué verlo así? En primer lugar, porque nos viene bien estimular nuestra humanidad. Nos viene bien conceder importancia a nuestro entorno, ver su característica sagrada y honrarla. Nos viene bien porque es un alimento para el alma, porque nos vuelve seres más despiertos y más conectados. En segundo lugar, es interesante verlo así porque esta visión se ajusta a la realidad.

Imagina que estás esperando en un semáforo junto con otras personas. De pronto, alguien se desploma. ¿Con quién cuenta esa persona? ¿Con su padre, con su madre, con su querido hermano? ¿Con su amigo del alma, con su pareja adorada? No. En esos instantes, solo te tiene a ti, y tal vez a unos cuantos más que, como tú, hayáis coincidido en esa escena. Tú (vosotros) tendréis que atender a esa persona, llamar a una ambulancia y permanecer temporalmente a su lado. O bien si eres tú quien ha caído desplomado, a otro le tocará hacer esto por ti.

Podemos tener a mucha gente en nuestra vida, pero a quien tenemos a cada momento, en cada escena, es a quienes están junto a nosotros. No son gente banal; tienen también sus amigos y familiares. Son apreciados y valorados por otros; ¿por qué no serlo también por ti?

Podemos atender a quien sufra una desgracia por mera responsabilidad cívica, pero es mucho más enriquecedor ver a esa persona como familia, y atenderla y honrarla como tal. De ahí es fácil dar un pequeño paso más y ver a todos los coincidentes en un lugar y espacio también como familia, como personas que se tienen en ese momento unas a otras para ayudarse y apoyarse ante cualquier situación que surja (desde la gravedad de un atentado hasta que alguien se haya olvidado la cartera y necesite unas monedas), aunque tal situación no surja jamás. De hecho, mejor no surja; mejor permanezcamos todos tranquilos. Pero además de tranquilos seremos más felices si nos reconocemos en ese momento en igualdad como seres humanos, con la valía inherente al hecho de ser humanos, con el profundo respeto que merecemos por nuestra condición humana.

Si nos damos unos a otros este reconocimiento, nos necesitemos o no, pueden aligerarse todas las tensiones en los encuentros entre «extraños» y de ahí pueden surgir situaciones extremadamente creativas: invitados unos a otros por una mirada o una sonrisa, podemos empezar a saber algo unos de otros y explorar incluso si hay algo en lo que nos podamos ayudar, que podamos hacer juntos… Abrirnos a los otros puede llegar a constituir una medida «anticrisis» extraordinaria; por lo menos, nuestra crisis interna seguro que se verá aliviada.

La sociedad nos invita a desconfiar del prójimo hasta que existan pruebas de que se pueda confiar en él. Este enfoque nos lleva muy poco lejos; nos volvemos temerosos y con ello se hace más probable que quienes se nos acerquen no lo hagan con las mejores intenciones. Yo invito a invertir esta premisa; a confiar en que solo unos pocos pueden querer algo malo. A estos podemos detectarlos e incluso, en un ambiente más humano, donde se sientan respetados y acogidos, pueden ver trastocadas sus intenciones.

Las ciudades no han sido nunca demasiado humanas, y la llegada de las nuevas tecnologías, que nos ensimisman incluso cuando vamos por la calle, ha empeorado esta condición. Podemos no hacer caso a quien tenemos al lado porque estamos chateando con un amigo, pero cuando tengamos a ese amigo al lado seguramente no le haremos mucho caso tampoco, porque en ese momento estaremos chateando con alguien más… ¿Adónde nos lleva esta trivialización y desconsideración de las relaciones humanas? A adentrarnos en nuestro submundo personal, donde nos sentimos solos. Pero salir es fácil: basta con levantar la mirada y apreciar y honrar la maravilla de la vida que se desenvuelve alrededor.

Tenemos las herramientas que nos hacen globales, pero, fascinados por ellas, hemos olvidado que no son más que instrumentos auxiliares, complementos a nuestro estar y nuestra presencia en el mundo. Pero el mundo sigue estando aquí, esperando a que le hagamos caso. Esperando que compartamos con él. Esperando que despertemos a la conciencia de un nuevo humanismo.

© Francesc Prims Terradas