Las reflexiones de este artículo no son para tenerlas presentes todo el día todos los días, porque podrían quitarle magia a la existencia, pero constituyen una referencia para evitar ciertos extravíos.
Cuando vemos a alguien nos llevamos una impresión de inmediato. Su altura, su complexión, su edad, sus facciones, etc., nos llevan a un sentimiento visceral en relación con esa persona. Entre muchas otras cosas, valoramos su atractivo; e incluso, según cómo, puede ser que nos enamoremos perdidamente.
Pero ¿qué estamos viendo en realidad? ¿Dónde está la persona? Si miramos justo bajo la piel, nos encontramos con algo tan poco atractivo e incluso que desprende tan mal olor como unos inmensos intestinos. Por arriba, algunos órganos. ¿Qué nos dice todo esto de la persona? No mucho, parece. Las extremidades tampoco nos hablan de la esencia de ese ser. La cabeza nos dice algo más, porque contiene mayor expresividad, pero no deja de ser un conjunto de elementos. De ella, el brillo de los ojos transmite algo que sí es inefable, que va más allá de lo material y de este mundo. Por lo demás, estamos viendo una maravillosa máquina… y nada más.
El caso es que nos llevamos impresiones de estas máquinas y las juzgamos de mil maneras. A veces, incluso las idealizamos e idolatramos. Olvidamos por completo que estamos viendo unos órganos recubiertos de piel. Bueno, en general vemos poco de la piel; normalmente son vestiduras lo que vemos, y entonces nuestro juicio procede de algo que es incluso más externo a la piel.
Vemos ese conjunto y decimos «persona», y nos suscita una serie de reacciones. Pero ¿dónde está la persona?
La ventana de los ojos nos dice que hay una vida ahí dentro, una esencia, algo luminoso. Pero es imposible verla. Siendo imposible verla y determinarla, es sin embargo lo que da sentido a todo, a que toda esa máquina se haya concebido, desarrollado y puesto en marcha. Pero esta esencia, que da sentido a todo, no es una persona. Es una cualidad etérea, indefinible, puramente abstracta. Valoramos y juzgamos personas todo el rato, cuando lo de menos son las personas (entiéndase el contexto en que lo digo); lo realmente interesante es esa cualidad invisible que mientras permanezca asociada a ese cuerpo le va a dar vida. Sin esta cualidad, el cuerpo pierde todo interés y no tarda en desvanecerse.
Vemos cuerpos como si fuesen personas. ¿Qué tal si viésemos los cuerpos como cuerpos y, aparte, fuésemos plenamente conscientes de la extraordinaria cualidad de la vida-conciencia que los alienta? Ver los cuerpos como personas nos hace olvidar esta cualidad pura que es la vida porque no la necesitamos conceptualmente. El concepto de persona hace innecesario que estemos pendientes de valorar esta cualidad invisible, porque representa que «persona» incluye ya el cuerpo y lo que lo alienta. Sin embargo, el error de apreciación que cometemos es el de identificar demasiado a esa persona con su cuerpo, de lo cual se derivan otros errores graves: juzgamos a ese ser por lo que manifiesta en vez de valorarlo por la vida que lo alienta, o nos apegamos o subordinamos a él por lo que expresa olvidando que nuestra dignidad de vida es idéntica a la suya, o lo identificamos con sus creencias o con la bandera que enarbola, a partir de lo cual emitimos juicios lapidarios…
Amigos, los cuerpos, junto con las numerosas estrategias de adaptación que llevan a cabo para sobrevivir en este mundo, no son la clave de nada. ¿Nos fascina su planta, aborrecemos sus gestos, nos inspiran deseo?…; son órganos sostenidos por huesos y músculos, recubiertos de piel. En cambio, ¿qué hay del fascinante misterio que alienta esos cuerpos? ¿Y si honrásemos ese misterio y, a partir de ahí, los cuerpos como la ventana de expresión de dicho misterio? ¿Y si al ver a los demás viésemos una fascinante luz y redujésemos lo demás a anécdota, pero sin embargo honrásemos esa anécdota (el cuerpo) como forma y símbolo de esa misma luz que lo habita?
Al vernos como personas reparamos muy poco los unos en los otros y no nos honramos como expresión de la Esencia. Por ejemplo, encontramos mucho más atractivo el soso de nuestro teléfono móvil que al ser vibrante de vida que tenemos al lado. Por ello está bien poder arrojar también esta otra mirada.
Una vez incorporado este mensaje, vuelve a gozar de tu cuerpo y de interaccionar con los otros cuerpos. Es un palo verlos como órganos todo el rato. Pero acude a esta estrategia cuando te resulte útil; es decir, cuando los demás te parezcan demasiado o demasiado poco interesantes, demasiado feos o demasiado guapos, demasiado defectuosos o demasiado virtuosos… Reconoce que su cualidad esencial, como la tuya, no es de este mundo. Así, incluso, cuando esa persona «muera» podrás ver que su cualidad de luz sigue intacta. Ello podrá tal vez ofrecerte el consuelo necesario.